Las solapas del abrigo iban levantadas, haciendo función de
cortavientos para que el poco frío que pudiera colarse por los huecos quedara
repudiado. El pelo dentro de la bufanda y las manos en los bolsillos.
¿Qué hacer en la calle en una noche tan fría un diciembre
cualquiera? ¿Qué si no? Buscar la casualidad. Cada paso, inopinado, tanto más
cerca de ti que el anterior. Todas las esquinas, los semáforos, un reto si
reconstruyes al revés la historia de nuestro fracaso casual. ¿Cuántas veces nos
habremos perdido sólo por unos instantes? Seguro que las mismas que por una sola
palabra.
A la aventura por las mismas calles que recorremos todos los
días, a ciegas por esas que no pisamos nunca, tentando a la suerte y a la
probabilidad. Flâneur del Albaycín
que sortea guiris y perros y se encuentra cada noche consigo mismo. Tocan los
gitanos en las cuevas, suenan los tambores en el Sacromonte, reverberan tus
pasos en tacones planos por mi memoria. Esta tarde es todo tuyo aunque,
probablemente, no nos volvamos a encontrar.
El
laberinto es el buen camino en el caso de aquel
que siempre llega demasiado temprano hasta su meta1.
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