La rabia y la pena se habían amalgamado en
algo oscuro y palpitante que se le dejaba entrever en la mirada. Después del
invierno, empezó a supurar melancolía y esa aleación, tan dura y resistente,
comenzó a cederle paso al tiempo, que a nadie ni a nada perdona. De la
sustancia decantada tras la primavera se condensó en el calor del verano una
apatía calma, casi yerma, sin peligro. Y eso fue la vida tras ella, un ir y
devenir de ciclos donde cada anomalía se asimilaba para la siguiente vez. Al menos,
con la rabia y la pena quedaba la falsa ilusión de seguir vivo.
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