Él, Abelardo, comía sopa dejándose los fideos
en el bigote. Serían el postre de una
comida igual de insípida. Comía parsimoniosamente, partiendo trozos de pan que
intercalaba entre cucharada y cucharada. Le gustaba comer sopa, porque era una
comida muy aburrida y podía no prestarle atención, sumiéndose en el ir y venir
de la mano, de la boca al plato.
No quería darle más vueltas a la carta, que
estaba aún sobre la mesa, al lado del sobre medio roto, que llevaba ahí tantas
otras sopas y muchas noches más.
Era realmente una suerte que la sopa fuera de
fideos y no de letras, porque sino seguro que se le volvían a atravesar las
palabras en la garganta. Era ya tan viejo, y ahora se percataba de que había
dejado de vivir demasiado pronto. Hace años que pensaba que uno desde que nacía
comenzaba a morir, y que tampoco merecería tanto la pena. Había dejado de vivir
demasiado pronto ante el peso de la resignación. Y su madre, muy mayor le
decía, la pobre, que lo único que no tenía solución era la muerte.
Ahora la carta.
Decía:
«Llevo media noche leyendo a oscuras las cosas que te escribí. Y aun queda otra media, y desde aquí no se ve la luna ni oigo el mar, y yo no soy yo desde que me dejaste. Me comiste, como una ficha, un mal menor, un sacrifico justo en una batalla que no era mía, me dejé comer. Por eso te voy a decir una cosa.
«Llevo media noche leyendo a oscuras las cosas que te escribí. Y aun queda otra media, y desde aquí no se ve la luna ni oigo el mar, y yo no soy yo desde que me dejaste. Me comiste, como una ficha, un mal menor, un sacrifico justo en una batalla que no era mía, me dejé comer. Por eso te voy a decir una cosa.
Después de leer como me enamoré de ti, como
me desenamoré, como me rompí, o te rompí o me rompiste o lo que fuera; después
de ver con tiempo y perspectiva, y mucho, mucho silencio, todo lo que ha
pasado, creo que lo puedo entender. No sé si te puedo perdonar, porque tocaste
ese botón que separa el mundo en dos partes y sé que ahora mismo, si lo
encontrara, no podría volver a apretarlo porque se romperían todos los puentes
que se han construido y todas las carreteras que se han hecho, y sería un
desperdicio innecesario. Hay cosas que ya no se pueden juntar. Perdonarte está demasiado dentro. Pero hoy voy a hacer
algo, porque no me gusta sentirme así, y hoy voy a dejar de estar enfadada, o
vas a dejar de ser un hijo de puta, para ser alguien que, si no quiso o no
pudo, da igual, porque ya no importa hacer las cosas bien.
Porque no tengo que perdonarte a ti, tenía
que perdonarme a mi. Tenía que eximirme de la culpa de haberte dado todo el
tiempo del mundo, todo el espacio. De todas las mentiras que me conté, porque,
si mentir está feo, engañarse a uno mismo no tiene perdón. Y qué, si siempre
supe cómo eras, el problema empieza donde acabó. Nunca supe quién he sido, y si
conjugo mal los verbos es porque es el único modo de expresar que ni soy ni
sido ni estoy. Ya no estoy enfadada, porque siempre he sabido que lo mejor de
estar contigo era la yo que era para ti, en lo que me convertía cuando estaba
contigo, con mis súper poderes y mis ojos policromáticos; porque releyéndome me
he dado cuenta de que lo único que puedo hacer es corregirme las faltas de
ortografía, y que, salvo eso, no cambiaría ni una coma.
Espero que tú puedas decir lo mismo, y que
algún día llegues a ser feliz y puedas perdonar, a ti o a mi.»
Se terminó la sopa. Se relamió los fideos que
le quedaban y se limpió las migas de pan de la camisa. Dejó el plato y demás
utensilios en la pila y se sentó. Había estado frente al mismo plato tres horas
largas, largas hasta el atardecer y vio caerse el sol por el balcón. Revolvió entre
los papeles que le había llevado algunos días juntar, donde estaban garabateados
los números de teléfono; estiró la mano y cogió el aparato, marcó como si
pulsar cada uno de los botones supusiera una fuerza infinita.
-
Eloisa
-
¿Si?
-
Soy yo…
-
¿Quién?
-
Abelardo…
-
¿Abelardo…?
-
Sí, Eloísa, soy yo; sé que ha pasado mucho tiempo, de verdad que lo
sé, y no he dejado de pensarlo ni un solo día.- Hizo una pausa, no se oía nada
al otro lado – y sé que los dos lo hicimos mal, pero que te perdono, de verdad,
solo quería decírtelo… y bueno – dudó- espero que también me puedas perdonar tú
a mi.
-
Abelardo, de eso hace muchos años, demasiados años, media vida, y hace
lo menos la mitad que yo lo había olvidado y que, claro, te perdoné.
Se quedaron en silencio, Abelardo colgó.
Metió la carta en el sobre. Sabía que no estaba bien leer la correspondencia
ajena, pero la dirección estaba errada, y el dueño de la carta no iba a echar
de menos algo que no esperaba. Aunque ahora, quizás, sí que echase de menos su
perdón.
El olvido es un privilegio de los que saben perdonar.
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