viernes, 25 de octubre de 2013

Campbells Lete soup.



Él, Abelardo, comía sopa dejándose los fideos en el bigote. Serían el postre de  una comida igual de insípida. Comía parsimoniosamente, partiendo trozos de pan que intercalaba entre cucharada y cucharada. Le gustaba comer sopa, porque era una comida muy aburrida y podía no prestarle atención, sumiéndose en el ir y venir de la mano, de la boca al plato.

No quería darle más vueltas a la carta, que estaba aún sobre la mesa, al lado del sobre medio roto, que llevaba ahí tantas otras sopas y muchas noches más.

Era realmente una suerte que la sopa fuera de fideos y no de letras, porque sino seguro que se le volvían a atravesar las palabras en la garganta. Era ya tan viejo, y ahora se percataba de que había dejado de vivir demasiado pronto. Hace años que pensaba que uno desde que nacía comenzaba a morir, y que tampoco merecería tanto la pena. Había dejado de vivir demasiado pronto ante el peso de la resignación. Y su madre, muy mayor le decía, la pobre, que lo único que no tenía solución era la muerte.

Ahora la carta.

Decía:

«Llevo media noche leyendo a oscuras las cosas que te escribí. Y aun queda otra media, y desde aquí no se ve la luna ni oigo el mar, y yo no soy yo desde que me dejaste. Me comiste, como una ficha, un mal menor, un sacrifico justo en una batalla que no era mía, me dejé comer. Por eso te voy a decir una cosa.

Después de leer como me enamoré de ti, como me desenamoré, como me rompí, o te rompí o me rompiste o lo que fuera; después de ver con tiempo y perspectiva, y mucho, mucho silencio, todo lo que ha pasado, creo que lo puedo entender. No sé si te puedo perdonar, porque tocaste ese botón que separa el mundo en dos partes y sé que ahora mismo, si lo encontrara, no podría volver a apretarlo porque se romperían todos los puentes que se han construido y todas las carreteras que se han hecho, y sería un desperdicio innecesario. Hay cosas que ya no se pueden juntar. Perdonarte está demasiado dentro. Pero hoy voy a hacer algo, porque no me gusta sentirme así, y hoy voy a dejar de estar enfadada, o vas a dejar de ser un hijo de puta, para ser alguien que, si no quiso o no pudo, da igual, porque ya no importa hacer las cosas bien.

Porque no tengo que perdonarte a ti, tenía que perdonarme a mi. Tenía que eximirme de la culpa de haberte dado todo el tiempo del mundo, todo el espacio. De todas las mentiras que me conté, porque, si mentir está feo, engañarse a uno mismo no tiene perdón. Y qué, si siempre supe cómo eras, el problema empieza donde acabó. Nunca supe quién he sido, y si conjugo mal los verbos es porque es el único modo de expresar que ni soy ni sido ni estoy. Ya no estoy enfadada, porque siempre he sabido que lo mejor de estar contigo era la yo que era para ti, en lo que me convertía cuando estaba contigo, con mis súper poderes y mis ojos policromáticos; porque releyéndome me he dado cuenta de que lo único que puedo hacer es corregirme las faltas de ortografía, y que, salvo eso, no cambiaría ni una coma.

Espero que tú puedas decir lo mismo, y que algún día llegues a ser feliz y puedas perdonar, a ti o a mi.»


Se terminó la sopa. Se relamió los fideos que le quedaban y se limpió las migas de pan de la camisa. Dejó el plato y demás utensilios en la pila y se sentó. Había estado frente al mismo plato tres horas largas, largas hasta el atardecer y vio caerse el sol por el balcón. Revolvió entre los papeles que le había llevado algunos días juntar, donde estaban garabateados los números de teléfono; estiró la mano y cogió el aparato, marcó como si pulsar cada uno de los botones supusiera una fuerza infinita.

-          Eloisa
-          ¿Si?
-          Soy yo…
-          ¿Quién?
-          Abelardo…
-          ¿Abelardo…?
-          Sí, Eloísa, soy yo; sé que ha pasado mucho tiempo, de verdad que lo sé, y no he dejado de pensarlo ni un solo día.- Hizo una pausa, no se oía nada al otro lado – y sé que los dos lo hicimos mal, pero que te perdono, de verdad, solo quería decírtelo… y bueno – dudó- espero que también me puedas perdonar tú a mi.
-          Abelardo, de eso hace muchos años, demasiados años, media vida, y hace lo menos la mitad que yo lo había olvidado y que, claro, te perdoné.

Se quedaron en silencio, Abelardo colgó. Metió la carta en el sobre. Sabía que no estaba bien leer la correspondencia ajena, pero la dirección estaba errada, y el dueño de la carta no iba a echar de menos algo que no esperaba. Aunque ahora, quizás, sí que echase de menos su perdón.

El olvido es un privilegio de los que saben perdonar.


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