Cuando empiece a correr
no va a haber quién me pare;
cuando empiece a hablar
no habrá nadie que lo entienda.
El nombre,
unidad semiótica,
no habrá llegado a boca propia,
el nombre, inexorable.
El futuro no será descifrado;
el pasado, intraducible.
Seguiremos balbuceando
sin tener claro hacia dónde vamos,
ni, si es que así fuera,
de qué huimos.
No queda esperanza de
sobrevivir.
Sólo la espera, mascando la
catástrofe,
de un atentado al que no quisimos
resistirnos
por más que lo vimos venir.
Benditos mordiscos,
que apelan a la piel como al
recuerdo,
siempre habrá sido lo más íntimo
del pecado que cometimos.
No queda esperanza, ni tiempo,
la parálisis se ha extendido
por cada trecho de mi cuerpo
por cada trecho de mi cuerpo
y la inacción, la inacción,
ha condensado todas las fisiones.
Benditos mordiscos
ante los que no cabe lugar a
huidas,
benditos mordiscos
ante los que no me tengo que explicar.
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