Te levantas una mañana de febrero y sales
corriendo. Llueven troníos y sales al fuego en busca del primer autobús que te
lleve lo más lejos posible de tu destino fatal. Maldices toda tu estirpe por
haber vuelto a trasnochar entre algunas líneas o algunos labios. Atónita, miras
el reloj que está en medio de la calle y te regala media hora; entras en la
primera cafetería que encuentras, te desabrochas febril el abrigo (en el que
jamás te sentirás cómoda) y dices las palabras mágicas. La mayor parte de las
veces ni siquiera es necesario, la prisa marcada debajo de los ojos te delata. Y
llegan, humeantes, efluvios emanados de la mismísima piedra filosofal; te
devuelve a la vida y esa mañana de invierno vuelve a ser primavera, con suerte
te sonríe la camarera y puedes salir al paso de otro día más.
En cambio, cuando se te dilata el verano
entre las manos y escasean por montera los golpes de suerte, buscas en
cualquier reducto de la jornada un poco de esa normalidad, de esa prisa, porque
el hastío no te es propio. Te sumerges en los posos, ansiando la respuesta sin
pregunta.
"Y junto con el café tomas quién sabe cuántas más cosas: tomas toda la mañana, la mañana de ese día y a veces también la mañana perdida de la vida".
Benjamin, W., Denkbilder.
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