Apelando a la casualidad, apelando al
destino, dejamos escapar las oportunidades.
Ya nos encontraremos en otro
aeropuerto, ya me subiré a esté tren en la siguiente estación.
Esperando, paciente o pasivamente, un
designio divino, una casualidad para poner nombre a nuestra voluntad que no sea
la alevosía a nuestros propios actos; basándonos en una coherencia interna que
nos otorga la razón y algún principio de moralidad, como si recular fuera
siempre errado. Y pensamos que es difícil tomar esta actitud, pensamos que no
tenía sentido salir corriendo detrás de ella hasta que recuperases el corazón
que se te había escapado por la boca; que no merecía atravesarse en las vías de
la estación y hacer que parasen el mundo.
Pero la espera deja de tener sentido en ese
momento en que percibes que ese tren ya no es el mismo, que tú no eres quien se
iba a subir. Y, de nuevo, que si bien todos los caminos llevan a Roma el camino
lo tienes que determinar tú y es el coste de oportunidad de cada nueva
aventura. Cómo sería si nos dieran de antemano el final de cada una de nuestras
posibles historias, o acaso algún dato, una pista para que la elección no fuera
completamente a ciegas.
He aquí la clave, los trenes y las decisiones
se cogen con los ojos cerrados porque, a veces, la razón nos engaña y nos
engañan los sentidos y solo queda actuar por instinto.
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