sábado, 11 de mayo de 2013

Mamihlapinatapai


A veces, y solo a veces, tomamos consciencia de nuestra futilidad. Vemos como perecemos a un ritmo incontrolable justo en el momento en el que queda nada para la extinción. Como si solo nos consumiéramos cuando ya estamos consumidos, y todo el tiempo restante fuera una inminente oportunidad.

Esto es extensible a cualquier aspecto de la vida, creo. O quizás solo es otro punto de vista, como el de los optimistas, los pesimistas, los degenerados de la vida consumible.

A veces, menos, casi siempre, sentimos la vida como un devenir constante de nuestra voluntad, abandonándonos a los designios divinos de nuestro lado más visceral. Un devenir contra el que, en muchos casos, tratamos de revelarnos para sentirnos un poco más coherentes, más poderosos, más puros en alguna mierda de sentido moral. Luego, el abandono. Te dejas ir y te regodeas en la pérdida de los límites. La ilegalidad, la prohibición, lo sublime. En otras ocasiones es una lucha real entre la voluntad y la razón, en la que tras años de conflicto sigue sin haber un claro vencedor ni un triste vencido.

Lo triste es cuando ya solo puedes mirar atrás, echando de menos el caos de sentir estímulos por doquier a los que no dabas abasto. Lo triste es cuando te das cuenta de todas oportunidades que desperdiciaste y de todos los errores que no cometiste y de que el único abatido ha sido el tiempo, al que no has hecho justicia.
De todo esto me di cuenta en tus ojos. De todo esto me convencí cuando el amor dejó de ser algo conforme, con forma, rozando los límites de la androginia, con más mística que pasión, algo que siempre me había faltado. Justo, cuando ayer fue siempre todavía, cuando el futuro es un inminente que ya pasó y cuando me di por vencida antes de empezar.

Si acaso este fatalismo te parece dramático, si para ti tiene algo más de sentido que me plante en tu boca y que me enseñes a creer, álzate, que Granada está ganada. 

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