A veces, y solo a veces, tomamos consciencia
de nuestra futilidad. Vemos como perecemos a un ritmo incontrolable justo en el
momento en el que queda nada para la extinción. Como si solo nos consumiéramos cuando
ya estamos consumidos, y todo el tiempo restante fuera una inminente
oportunidad.
Esto es extensible a cualquier aspecto de la
vida, creo. O quizás solo es otro punto de vista, como el de los optimistas,
los pesimistas, los degenerados de la vida consumible.
A veces, menos, casi siempre, sentimos la
vida como un devenir constante de nuestra voluntad, abandonándonos a los
designios divinos de nuestro lado más visceral. Un devenir contra el que, en
muchos casos, tratamos de revelarnos para sentirnos un poco más coherentes, más
poderosos, más puros en alguna mierda de sentido moral. Luego, el abandono. Te dejas
ir y te regodeas en la pérdida de los límites. La ilegalidad, la prohibición,
lo sublime. En otras ocasiones es una lucha real entre la voluntad y la razón,
en la que tras años de conflicto sigue sin haber un claro vencedor ni un triste
vencido.
Lo triste es cuando ya solo puedes mirar
atrás, echando de menos el caos de sentir estímulos por doquier a los que no
dabas abasto. Lo triste es cuando te das cuenta de todas oportunidades que
desperdiciaste y de todos los errores que no cometiste y de que el único abatido
ha sido el tiempo, al que no has hecho justicia.
De todo esto me di cuenta en tus ojos. De todo
esto me convencí cuando el amor dejó de ser algo conforme, con forma, rozando
los límites de la androginia, con más mística que pasión, algo que siempre me
había faltado. Justo, cuando ayer fue siempre todavía, cuando el futuro es un
inminente que ya pasó y cuando me di por vencida antes de empezar.
Si acaso este fatalismo te parece dramático,
si para ti tiene algo más de sentido que me plante en tu boca y que me enseñes
a creer, álzate, que Granada está ganada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario