Cuando me desperté la vi pasearse con el pelo
revuelto, las gafas de pasta y la camisa desabotonada. Se comía, tan fresca,
una mandarina en ese punto que no es de día ni de noche. Lo hacía apoyada en la
mesa con las piernas cruzadas, mientras la camisa le caía dejando que se le
escapara, para mi gusto y disfrute, un pezón. Y es que Aurora no llevaba mas
prenda que la camisa, las gafas y la mandarina y esa melena salvaje que nunca
supo peinar. Y yo, desde la cama, observaba despreocupadamente sus piernas
cruzadas y desnudas.
Aurora muchas veces se vestía de hombre,
camisa, zapatos, y a mi me hacía mucha gracia porque su cuerpo podía ser de
todo menos masculino. Y ahora, después de hacer el amor, sus curvas rezumaban
feromonas; desde las pantorrillas hasta las clavículas, Aurora era una mujer.
Se acabó la mandaría y se olió las manos. No lo dijo, pero aun le olían a sexo,
lo que creaba una curiosa mezcla con el aroma de la fruta.
Se acercó a la cama en el momento en el que
todo era luz y me miró. Me destapó, vilmente y me dejó desnuda sobre la cama.
Se sentó a horcajadas sobre mis caderas y puso sus manos en mis hombros
mientras las mías se fueron magnéticamente a su cintura.
-
Sabes, lo peor de que seas el amor de mi vida es que no lo sepas tú.
-
Sí que lo sé.
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