Se llamaba Isabella y su nombre decía mucho
de ella. Vivía en la Rue del doctor Marlaux, en un ático abuhardillado. Hacía mucho
calor, a causa de lo que siempre estaba la ventana abierta, por la que escapaba
el sonido de las teclas y la voz de Isabella cantando las melodías del
acordeonista de la esquina. Parecía como si se fusionasen, y en las palabras mecanografiadas
de Isabella se podía sentir la vie en
rose de fondo.
Tenía un gato que se llamaba Monsieur Roquefort, que se pegaba el día
en el balcón atusándose el pelaje y al que nuestra intrépida protagonista miraba
fijamente a los ojos en busca de inspiración cuando se le atragantaban las
palabras, como si su mirada fuera el fondo del río Mnemósine o fuese a encontrar a las Musas bailando al final de las
pupilas. Porque ya lo decía Nietzsche, larga
es la experiencia de los pozos profundos, se tarda largo tiempo en saber qué
cayó en sus profundidades. Y ¿puede haber algo más profundo que un gato? Ponía
sus manos a los lados de la cara del gato y cercándose mucho lo miraba y le decía
“¿qué, qué Monsieur, qué pasó?”. Alguna
que otra vez el gato maullaba, a veces le guiñaba un ojo. Con suerte,
encontraba la respuesta.
Cada día era una nueva aventura. Salir a la
calle, perderse entre los olores, las gentes, los mercados, pero una tarea tan
trivial como ir a buscar unas barras de pan y un poco de fruta, el periódico
podían suponer horas de desvelos para Isabella. La reflexión sobre el arte, la
estética, se basa en la sensibilidad, en la percepción de la realidad por medio
de los sentidos, y la vida era una experiencia como ninguna otra. Luego, volvía
a su bohardilla y traqueteaba historias de amores y desamores con desconocidos
que se encontraba por la calle, se resbalaba por una nariz más recta de lo
normal, por una cintura apretada por una mano amante y pasaba las noches en
vilo viviendo la vida que vio.
Pero Isabella quería algo más. A veces soñar
no era suficiente y miraba por la ventana una luna que se derramaba hasta ella
y pensaba en cómo serían otras gentes, otras calles, otras personas más allá
del sur o del norte. Su mente no tenía límites pese a que su vida sí que tenía
algunos. Si se iba ¿qué haría con Monsieur Roquefort? ¿Quién acompañaría al
acordeonista de la esquina u observaría a la gente pasar? Uno no disfruta igual
de un paseo si no se siente observado por una mirada estética que busca lo
bello por cada rincón.
La respuesta llegó en un sueño, como todas
las cosas relevantes de la vida. Estaba en su habitación, con su cama de dosel
cuando Roquefort le despertaba suavemente dándole golpes en el hombro.
-
Isabella, Isabella despierta que no hay tiempo que perder.
A Isabella se le abrieron mucho los ojos
porque su compañero de faena no solía ser muy elocuente, solía leer entre líneas
lo que le sacaba, y todo el mundo sabe que entre líneas está en blanco.
-
Roquefort, ¿qué sucede? – le preguntó alarmada.
-
Ha venido a buscarte una mujer, se llamaba Diótima y me dijo que la cárcel
se ha abierto. Que tu lo entenderías y que, cuando eso sucediera, no tuvieras
miedo, que los polos opuestos se atraen pero que no todos los polos iguales se
repelen.
-
Ajá… - asentía Isabella obnuvilada.
-
Y que para hacer bien el amor, y ha puesto especial énfasis en la
parte de hacer bien, hay que ir al sur.
-
Pero el sur ¿desde dónde? ¿El sur de Francia? ¿El polo sur?
Y entre estas dudas se despertó Isabella con
un trozo de papel pegado a la mejilla mientras el gato la miraba indiferente
desde la ventana. Así fue cómo escribió Isabella su propia historia que
empezaba con la siguiente frase y qué no tenía muy claro de dónde la había
sacado: Volar es el arte de tener los
pies en el suelo y no tener miedo a ir hasta dónde haga falta para despegarlos.
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