La sala estaba considerablemente llena. A los
lados, delante del público y frente al estrado, un hombre y una mujer
acompañados cada uno por un hombre de traje. Había una calma frágil, tensa.
-
Entonces, ¿cómo se declara? – preguntó la jueza.
-
Estoy loca, me volví loca por él.
-
La sentencia está clara, la acusada se declara culpable y será
recluida en un centro psiquiátrico indefinidamente. Y usted – dice refiriéndose
al hombre en el lado opuesto de la sala – queda condenado a prisión por ser el
responsable de esta situación.
Dio un golpe seco con el mazo sobre el
estrado, dando por finalizado el encuentro.
El abogado del hombre se levantó y empezó a
gritar:
-
¡Qué clase de delito es ese, señoría! ¿Cómo va a condenar a mi cliente
a prisión porque esa mujer se volviera loca?
La jueza soltó el mazo y juntó las manos
entrelazando los dedos. Miró a la mujer, sentada y taciturna; miró al hombre
con los puños cerrados sobre la mesa.
-
Todas las historias tienen dos versiones y eso no exime a ninguno de
los dos de la culpa. La justicia y el amor son ciegos.
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